Cultura
Estamos ante la obra cumbre de Sergio Leone (Roma 1929-1989) lo cual ya es mucho decir. Sergio Leone fue un director de cine italiano que se hizo famoso por poner de moda un género cinematográfico, el llamado spaghetti western, un despectivo nombre en el que se mezcla el Lejano Oeste con la comida italiana.
Es una divertida película de enredos en la que un actor de poca monta, Michael Dorsey, interpretado por Dustin Hoffman, lleva meses sin conseguir ningún empleo y, desesperado, acude a un casting para una exitosa telenovela ambientada en un hospital transformada en Dorothy Michaels, una repeinada señora, todo gafas y sonrisas.
Ciudad de Dios es como la vida misma: una favela brasileña en la que “lucharás pero nunca sobrevivirás, correrás pero nunca escaparás”, que es, más o menos, el lema de esta película.
El comienzo de la película lo explica todo, unos jóvenes con aspecto alucinado corriendo por las calles de Edimburgo perseguidos por la policía mientras la voz del protagonista Mark Renton, al compas de una pegadiza música, narra una especie de elegía sobre el sentido de la vida.
Cuando estrenaron Blade Runner en 1982 debieron poner una fecha más lejana para el desarrollo de la acción, porque el futuro ya ha pasado y la realidad no se parece demasiado a la imaginaria ciudad de Los Ángeles de la película en la que nunca sale el sol, llueve constantemente, los coches vuelan, los edificios son mastodónticos y, curiosamente, no hay teléfonos móviles.
House es un doctor que dirige un equipo de diagnóstico en el hospital Universitario Princeton de New Jersey. En uno de los capítulos un paciente le viene a decir al Dr. House algo así como: “Usted debe ser un médico excepcional, porque si no, con lo gilipollas que es, hace tiempo que le habrían echado”.
Cuando recuerdo mi infancia me pregunto cómo pude sobrevivir siquiera. Fue, naturalmente, una infancia desgraciada, se entiende: las infancias felices no merecen que les prestemos atención. La infancia desgraciada irlandesa es peor que la infancia desgraciada corriente, y la infancia desgraciada irlandesa católica es todavía peor
Sin destino nos cuenta el año y medio de vida de un joven judío húngaro deportado al campo de concentración de Buchenwald, lo que allí vio y lo que padeció hasta que fue liberado. El libro es, más o menos, autobiográfico porque su autor, Imre Kertész, fue ese joven de quince años y le tocó vivir aquella experiencia.
Heinrich Böll en la introducción de El honor perdido de Katharina Blum escribe “Las personas que se citan y los hechos que se relatan son producto de la fantasía del autor. Si ciertos procedimientos periodísticos nos recuerdan a los del Bild-Zeitung, el hecho no es intencionado ni casual, sino inevitable“.
Cuando lo llaman el Siglo de Oro de la literatura en castellano por algo será. Quevedo pertenece a ese siglo y a una generación entre las que están figuras de la talla de Cervantes, Góngora, Garcilaso o Lope de Vega.